Este monumental lienzo ha sido considerado tradicionalmente como la obra maestra de José de Madrazo y la pintura más emblemática del Neoclasicismo español, exponiéndose en el Prado desde su apertura en 1819, en la llamada Galería de Artistas Contemporáneos. Por ello, adquirió desde entonces una enorme fama y reconocimiento en los ambientes artísticos oficiales del siglo XIX, así como en la historiografía del arte español hasta nuestros días.
Pintado en Roma durante la pensión concedida a José de Madrazo por el rey Carlos IV, el cuadro fue pensado como cabeza de una ambiciosa serie de grandes lienzos con escenas evocadoras de la resistencia de los pueblos peninsulares frente a la dominación romana en Hispania. Este proyecto fue acariciado por el joven artista al poco de llegar a la Ciudad Eterna, resuelto a no pintar más que cuadros de su patria, que habrían de representar, además de La muerte de Viriato, La destrucción de Numancia (P0225), Los funerales de Viriato y Mégara obliga a los romanos a capitular, siendo los dos primeros los únicos lienzos que llegó a pintar. Madrazo quiso concebir esta dramática escena histórica con toda la grandiosidad monumental de las obras que había visto y estudiado durante su anterior formación en París junto al gran maestro neoclásico Jacques-Louis David (1748-1825), y que ahora su estancia en Roma reforzaba con el conocimiento directo de los vestigios del esplendor de la Antigüedad clásica. El núcleo central de la composición lo constituye, lógicamente, el lecho del difunto general sobre quien se abalanzan llenos de dolor sus generales y servidores más allegados, viéndose junto a él las armas del caudillo asesinado. Es también el grupo de ejecución más cuidada y más acertado diseño, subrayada su importancia por una iluminación general muy clara que lo hace destacar del resto. Enmarcan este grupo por la izquierda una pareja de lanceros y un servidor que llora la muerte de su señor, viéndose en el extremo de la cabecera varios estandartes y trofeos ganados a los romanos. A la derecha, otro militar abre los brazos en señal de estupor ante la visión del homicidio. Tras él, un joven haciendo sonar su cuerno da aviso del crimen al resto del campamento, visible tras el gran cortinaje de la tienda, parcialmente descorrido. Hacia él marchan dos guerreros vestidos a la griega, con la intención de arengar a las tropas para vengar la muerte del militar. Se ha venido justificando repetidamente esta arbitrariedad arqueológica cometida por el artista en las indumentarias de dichos personajes por la consideración que Madrazo tenía, a través de su maestro David, de la Grecia clásica como la verdadera y genuina Antigüedad, de la que Roma fue tan sólo copia, debiéndose por tanto inspirar en la estética griega todo argumento relativo al mundo antiguo. La gran novedad conceptual del cuadro reside en ser, probablemente, el primer caso conocido en la pintura histórica decimonónica en que la interpretación de los grandes acontecimientos de la Antigüedad clásica vuelven sus ojos hacia un episodio de la historia de España, fuente capital en el desarrollo posterior del género a lo largo del siglo XIX, pero que aún constituye una mayor originalidad para el mundo neoclásico.
La escena está concebida a modo de relieve, dispuestos los personajes en un solo plano principal, cerrado tajantemente el espacio por el cortinaje de la tienda, que también sirve para proporcionar el punto de fuga espacial al descorrerlo parcialmente para mostrar el fondo del campamento.
La lectura moral del asunto vendría a suponer, por un lado, la advertencia a los gobernantes sobre el peligro constante de traición urdida en el seno de los colaboradores más íntimos, tal como le ocurrió a Viriato, así como la exaltación del valor de los líderes, invencibles en los campos de batalla y sólo vulnerables durante el sueño (Texto extractado de Díez, J. L.: El siglo XIX en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 116-119).
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